La editora Sigrid Rausing organiza una fiesta en su mansión para conmemorar el 40 aniversario de la revista literaria ‘Granta’, una de las más influyentes del mundo anglosajónGranta acaba de cumplir 40 años como una de las revistas literarias más influyentes del mundo anglosajón. Y del mundo, punto. Es una cifra respetable de por sí, pero como tantas otras cosas en Inglaterra perfectamente conservadas para su edad, tiene un pedigrí mucho más histórico a sus espaldas: en realidad, The Granta se fundó allá por 1889 en la venerable Cambridge, como revista universitaria en la línea irreverente y satírica de Punch, pero con un barniz de alta cultura: tomaba su nombre prestado de la denominación medieval del río Cam que atraviesa la ciudad, e incluía humor académico, cotilleos de campus y pinitos literarios de estudiantes más o menos brillantes. A lo largo de esa primera encarnación, sirvió de laboratorio y campo de pruebas donde se foguearon jóvenes escritores y poetas que luego acabarían siendo ilustres: de Silvia Plath y Ted Hughes a A. A. Milne.
El avatar cuyo nacimiento se celebró esta semana en Londres, y por el que resultaría ser más conocido, cobró vida en 1979: perdió el “The” del nombre y se adjudicó una apostilla que conserva hasta hoy: “La revista de la nueva escritura”. Desde el principio, trató de hacer honor a tan ambiciosa declaración de intenciones. Dejó atrás los intrincados chistes privados para antiguos alumnos y profesores anticuados del elitista microuniverso de Oxbridge. Su nuevo equipo editorial, comandado por Bill Buford y por Ian Jack, se abrió a la nueva cultura urbana de un Reino Unido que ya no tenía nada que ver con la Merry England que ahora parecen añorar los votantes pro-Brexit, quizá hijos y nietos de los que ese mismo 1979 eligieron a una tal Margaret Thatcher como primera ministra.
La nueva
Granta se propuso ser una dama de hierro de la cultura, desde luego, pero con un espíritu muy diferente al de la temible Old Maggie. Rastreó y reclutó en toda la esfera angloparlante las voces urbanas, cosmopolitas, multirraciales y de ambos sexos que mejor podían dar cuenta de la nueva realidad de un país que ya no era en absoluto pastoral ni uniformemente blanco y protestante y de un idioma en el que se expresaban los cambios globales: de la india a Nigeria, de Pakistán a Australia. El verdadero puñetazo en la mesa, que cambió para siempre el paisaje y las conversaciones del mapa mental de los lectores anglosajones, fue su mítica antología de Los Mejores Novelistas Jóvenes Británicos, en 1983.
Fue quizá un caso de profecía autocumplida: se ha reeditado seis veces desde entonces, y al hojearla veo que entre sus treinta seleccionados, jóvenes entonces y con mucho por demostrar aún, estaban Rose Tremain, Naipaul, Rushdie, McEwan, Martin Amis,
Ishiguro, William Boyd, Lisa St. Aubin, Julian Barnes, Ursula Bentley o la nigeriana Buchi Emecheta.
Desde entonces, sus nuevas antologías generacionales (cada diez años), su apuesta por la crónica y la riquísima y multiforme tradición de no-ficción anglosajona (la inmensa Janet Malcolm, que aquí no leemos lo bastante, está en su comité asesor), sus números temáticos y la importancia de la parte visual y gráfica han marcado el paso en la biblioesfera mundial.
Lo cual, claro, no quiere decir que fuera un negocio pingüe. Granta hacía aguas cuando en 2005
Sigrid Rausing, antropóloga formada en Cambridge, heredera de parte del imperio sueco de la industria de envasado TetraPak y filántropa a tiempo completo, la compró y renovó el equipo editorial, que ahora dirige ella misma. Para conmemorar el 40 cumpleaños de la criatura, Grantaha lanzado un número especial con una selección mareante de sus mejores piezas publicadas (hay una razonable paridad de sexos, una abrumadora cantidad de premios Nobel, y eso sí, un solo hispanoparlante, García Márquez). Ha organizado encuentros con sus editores pioneros, Buford e Ian Jack, en la venerable librería Hatchard´s (que acaba de cumplir, así las gastan los británicos, 220 años).
Y Rausing, muy espléndidamente, abrió esta semana las puertas de Aubrey House, su casa en Londres, para una garden party a la que estaban invitados todos los colaboradores de la revista en estos cuarenta años.
Si hubiera caído una bomba, Londres habría perdido de golpe un monumento histórico de valor incalculable (o muy calculable, porque fue en el momento de su compra el inmueble más caro de la ciudad), el segundo jardín particular más grande de su perímetro urbano (el primero es, ejem, Buckingham) y a gran parte su establishment cultural y literario.
En el mar de cabecitas pensantes y multicolores, destacaban en los extremos de la gama cromática la menudez explosiva de
Sarah Waters y el elegante tarbush que remataba la ya de por sí respetable altura de
Hanif Kureishi. Lo tenía yo justo delante cuando en las escaleras que daban al jardín Rausing, junto a un Ian Jack tan bien conservado como la propia Granta, anunció que la revista pasará a constituirse en “charitable trust” en breve. Jack, a su lado, apuntó flemático que en el fondo siempre lo había sido: “Granta nunca nos hizo ganar dinero, y nuestro mayor orgullo fueron los dos años gloriosos en que no nos hizo perderlo”.
Tras los discursos, todo fue tan extremadamente civilizado como el jardín donde las florecillas silvestres y las briznas de malas hierbas y hasta los árboles estudiadamente caídos daban una impresión de total naturalidad probablemente conseguida a base de un ejército de jardineros armados de cortaúñas. Hubo perritos calientes y minúsculos canapés de cosas riquísimas pero difíciles de determinar y champán bueno y siempre a mano. Cuando empezó a hacer fresco uno tenía la agradable posibilidad de seguir conversando en los confortables cuartos de la planta baja, bajo sus no menos confortables y perfectamente elegidos Mirós, Kandinskys, Braques y Klees, que por supuesto nadie había comprado con la idea hortera de que hicieran juego con las alfombras soberbias (prueba de la generosidad de Rausing es que no mandase retirarlas, porque en las fiestas de escritores no hay alfombra que pueda sentirse a salvo).
En la muy apabullante biblioteca, por supuesto, todo el gremio husmeaba discretamente los lomos. Como muestra, doy un un botón: mi acompañante esa noche, Emma Graham-Harrison, aguerrida corresponsal de The Guardian en Afganistán y antes enviada de Reuters en China, alabó con conocimiento de causa la excelente selección de literatura china contemporánea.
En uno de esos britaniquísimos y ultra-cosy rincones propicios a la conversación, Ian Jack, que es escocés, se me confesó como “doble unionista”, favorable a la unión del Reino Unido y a la Unión Europea: “Me temo que soy como un unicornio o una sirena, en estos días”. Es curioso, pero el asunto del
Brexit parece haber cambiado algo la mentalidad del establishment cultural anglosajón respecto al procès catalán. Hace dos años, una agradabilísima editora del Financial Times con la que conversaba yo en Buenos Aires me dijo, con cierta suficiencia repentina: “Por supuesto, antes o después tendréis que dejar a los catalanes que voten”. La otra tarde, esa misma editora ya no estaba tan convencida de las bondades sanadoras de los referéndum-panacea.
Ian Jack contaba también que “la primera lista de Granta fue muy fácil de hacer, había algo generacional, los nombres prácticamente surgieron solos”. La segunda y siguientes han sido cada vez más difíciles: la información es mucha, las voces se multiplican, los escritores son francotiradores, “ya no cazan en manadas”. Me preguntó por autores jóvenes españoles interesantes, pero no pareció muy seguro de tener ninguna gran recomendación cuando le devolví la pregunta respecto a los ingleses: “Ahora todos los libros están tan bien documentados, y esas larguísimas listas de agradecimientos al final, a Jack y Judy y Jill que siempre me apoyaron...”.
Muchos colegas me felicitaron por habernos librado, en el mundo hispanoparlante, por ahora, de la virulencia con que arrecian los talleres de escritura creativa en el anglosajón. Muchos de los más críticos, por supuesto, se buscan las lentejas y pagan sus alquileres gracias a ellos, dando clases en másteres, programas y cursos universitarios del estilo. Con cierta delicia agorera, vaticinaban: “No os librareis ya mucho más tiempo”.
Aparte de denostar talleres y programas del estilo, el champán facilitó la práctica de otro deporte de salón clásico en estos casos: la crítica al crítico. Robert Yates, uno de los editores de opinión del Guardian, recordó el día en que tuvo que sujetar a Paul Preston cuando en un congreso literario se topó con un reseñista que había puesto mal su libro sobre nuestra Guerra Civil y se abalanzó sobre él, puños en alto, al grito de “¡Fascista!”. Alguien contó cómo Jeanette Winterston, tras desayunarse un día con una mala crítica sobre su último libro, se puso el abrigo y ni corta ni perezosa se dirigió a casa del crítico en cuestión, que se la encontró plantada ante su puerta de buena mañana, para pedirle por favor ciertas explicaciones (todos los que escribimos hemos tenido antes o después uno u otro impulso, si no ambos simultáneamente).
Se hizo de noche y a una hora prudente se deshizo la fiesta. Cruzando el jardín de vuelta a la vida real del Londres atestado y frenético, yo comenté que era muy hermoso y sofisticadísimo en estudiado desaliño, pero tampoco tan grande como me esperaba. Mi amiga me explicó que lo verdaderamente excepcional de aquella casa y aquel jardín no eran, en sí mismos, su vastedad o su magnificencia, que en efecto no estaría a la altura de las pretenciosas expectativas de los oligarcas rusos y chinos que copan ahora las casas más caras y flamantes. Que lo que realmente deslumbraba a ojos de un londinense era la simple existencia de ese oasis de calma, de silencio, de espaciosidad apta para la lectura y la contemplación en el corazón del barrio más cotizado de la ciudad más hiperacelerada de nuestro planeta que cada vez orbita más alocadamente. Quizá en sus próximos cuarenta años Granta sea, para la cultura del futuro, algo parecido a lo que esta casa significa: facilita y acoge hospitalariamente en pleno centro de Londres.